miércoles, 29 de julio de 2009

El juego de Uno

Aclaración: Para todos aquellos que pensaran que este post trataría de un tema onanista, en este momento siento contravenirlos y cortar lo que, de manera incipiente, se perfilara como un post de morbo harto entretenido, lujurioso y lascivo. De igual manera, ahora atemperados, los invito a que prosigan su lectura.


El sábado descubrí en el Facebook la versión virtual de un juego de cartas que me entretenía mucho en mi infancia: El UNO, ahora conocido como UNO Beta. Sin mayor reparo ingresé a la página para ver que tanto lo habían modificado al transcurrir de los años y me encontré con que mantenía, en esencia, todo lo fundamental.


De las diferencias básicas que encontré es que nada más pueden participar cuatro jugadores: no más, no menos; restringe lo multitudinario pero a su vez posibilita una dinámica ágil. Ya adentro del salón, de manera arbitraria te colocan con otros tres jugadores de cualquier parte del mundo y así da comienzo el juego, teniendo como juez y dealer al robot del UNO Beta.


De las maravillas de la tecnología que tiene integradas esta versión son que emplea ciertos recursos para evitar la natural pendejez humana: te dice en que sentido está corriendo el juego, pone en la pantalla el color que toca jugar, te señala posibles jugadas, te acomoda las cartas en orden ascendiente, un reloj con sonido evita las tardanzas innecesarias y tiene un cuadro de chat para conversar con los otros participantes.


Después de intentar jugar con vehemencia varias partidas, llegué a la máxima de que el UNO se ha vuelto muy profiláctico (y no del tipo que están pensando) y estructurado para jugar; ha perdido todo contenido humano -que era la pimienta del juego- por lo cual es imposible encontrar emociones fundamentales y el factor: hacer trampa.


Esta versión Beta es como estar tomando el té a las 5 de la tarde con una familia anodina de Middlesbrough, todo muy cordial y en su lugar, casi sin ningún sobresalto y pudiendo aparentar, sin problema, cualquier clase de evidencia de tener una molestia: too polite.


Todo esto rompe con los recuerdos en mi haber: la emoción del preludio que implicaba sacar esa caja blanca con un diseño muy elemental de caricaturas de personas sonrientes y soltando cartas al montón formado en el centro de la mesa y la sensación de la adrenalina corriendo pues ya iba a empezar el juego.


Mi hermana y yo jugábamos en el departamento de mis tíos, -el juego era de mis primas- nos metíamos al estudio, elegíamos un lugar en la alfombra y nos sentábamos, destapábamos la caja, poníamos el dispensador negro al centro, revolvíamos las cartas y se repartían 7 cartas a cada quien para empezar.


Algo que hacía muy atractivo jugar entre nosotros era que todos teníamos temperamentos muy distintos, de hecho en eso estribaba el verdadero juego, por medio del UNO hacer que los otros sacaran su verdadero yo o cuando menos -y más divertido- su lado oscuro.


Todo iniciaba de manera muy cordial. Se decían algunas frases que, al que pensaba mucho su jugada, lo incitaban a tirar más rápido. Se le ofrecían disculpas al jugador de a un lado si se tenía que soltar alguna carta que lo hiciera comer otras, si se le anulaba el turno, si cambiábamos de color o de sentido de la vuelta. Se procedía en una armonía cuasi celestial. Se ganara o se perdiera, no sucedía nada relevante en los primeros juegos. A lo lejos nos veíamos como un cuadro del deber ser de los niños.


Conforme avanzaban los juegos las risas sanas y espontáneas se convertían en burlas arteras al contrario, se ejercía presión para que soltara rápido cualquier carta y así desconcentrarlo. Los principios de respeto se perdían al igual que el parentesco. De pronto sucedía un momento de desconocimiento total, de todo y para todos. Lo único que regía era ese fuego interno que estimula a actuar de manera dolosa, pues de inmediato venía la recompensa del placer malsano y cruel.


Ver el rostro de enojo y de frustración, eran el mejor incentivo para soltar comodines que fastidiarían al otro. El diálogo mínimo que ocurría anteriormente mutaba a un rumor que subía de tono de manera gradual. El juego transcurría y en el momento que alguno estuviera cerca de ganar, como pacto tácito, todos le tiraban en contra para fastidiarlo. El volumen de las risas subía, al igual que el del enojo. Se dejaban de repartir cartas para repartir maldades. Nos volvíamos ingobernables, manipulábamos las reglas del juego y, a pesar de tener a nuestras madres cerca, subrepticiamente hacíamos fluir improperios a diestra y siniestra.


La corrupción llegaba a su clímax cuando cachabas a los otros con cartas de comodines escondidas debajo de las piernas, cuando en vez de tomar cuatro cartas de castigo tomaban menos o cuando ponían algún cachirul (carta que no va) al centro. Si alguno se extralimitaba con la gandallez a los demás, los otros, de manera descarada y malintencionada se intercambiaban cartas por debajo y con ello poder tirar alguna carta que lo fuera a afectar. En este punto ya no importaba ganar, sino jugar a fastidiar, cualquier clase de principio ético había encontrado fin después de la cuarta ronda.


Nunca faltó quien, ya con los ánimos exacerbados, aventara las cartas, corriera a acusarnos con la madre y la tía, llorara, soltará amenazas del tipo: Yo con tramposos no juego y no me hablen más chapuceros o de plano insultara prolíficamente la actitud, la persona, el presente, el pasado y el futuro de quien lo estaba jodiendo.


En este punto, después de escuchar el desmadre y los gritos que traíamos, nuestras progenitoras –hermanas entre sí- llegaban al estudio. Preguntaban por lo qué sucedía, respondíamos cada uno con la víscera y ellas actuaban de manera enérgica quitándonos el juego y castigándolo con el respectivo regaño y amenaza de no volverlo a ver si manteníamos esa actitud. Escuchábamos esto y para evitar la represalia, lo primero era deslindarse de la responsabilidad y decir: yo no soy, son los demás; lo particular del caso era que todos teníamos exactamente el mismo discurso y una vez proferido este, después de haber sido amedrentados, nos disipaban y cada quien se iba por su lado a pasar lo que restaba de la tarde, en monotonía.


Tardes muy divertidas y llenas de vida, donde en el juego nos exponíamos diáfanamente ante los otros. Tristemente, en ese momento, nuestra conciencia no llegaba a mucha autorreflexión para podernos reconocer y asumir en ese ser que ya éramos; y qué bueno porque a los 9 años darse cuenta que ya existían elementos siniestros en nuestro haber hubiera sido una lápida culpígena inmanejable.


Un primo que es Cura me enseñó que hay tres situaciones en la vida por las cuales puedes conocer quien es la gente realmente: uno, en los viajes, dos, en situaciones extremas y tres, en el juego (deportes aplica igual).


Todo esto sucedía en 1985, después del gran terremoto de la Ciudad de México. Fueron meses sin escuela, sin casa, sin seguridad, de habitar en el departamento de mis tíos, con sentimientos de miedo, desolación y ruptura. Todos los días intentábamos cauterizar la herida abierta en nosotros por todos aquellos que no tuvieron la suerte de sobrevivir y de haber perdido lo que no se puede recuperar. Hay sucesos que ahora no me place recordar, sin embargo, celebro los que sí, como fue el jugar tres meses en el estudio del departamento de mis tíos al UNO.

1 comentario:

La Rumu dijo...

Mi querido Rafa, ya somos oficialísimamente otra geneación. No podría, ni de lejos, jugar UNO Beta, extrañaría las trampas.