lunes, 27 de octubre de 2008

Alitalia

Corremos en el aeropuerto buscando dónde está la sala de espera de Alitalia. Sabemos que se hace tarde y que el vuelo está próximo a partir. Llevo un grueso portafolio Samsonite azul, en el que guardo papeles y algunas prendas. El ambiente está oscurecido por la escasa luz eléctrica y el cielo gris; observo los ventanales y pienso que lloverá o que tal vez sea simplemente la nata de smog. Por los colores café oscuro y crema con los que está pintado, el lugar parece terminal de autobuses de los años sesenta. Al correr por los pasillos preguntamos de manera estéril a dónde ir; por fin alguien nos da información y nos dirigimos directamente al lugar de la salida. Voy con el boleto en la mano y abrazando el portafolio; me siento muy agitado. Llegamos a una fila donde un montón de gente está inquieta y desesperada. No sucede nada, el corazón lo tengo acelerado y a cada instante veo mi reloj; siento angustia por la incertidumbre y por perder el vuelo. Enojados, tomamos la iniciativa y nos acercamos a la puerta de entrada. De pronto, la gente empieza a avanzar y esto nos hace acelerar el paso. A punto de cruzar la puerta abrazo a mi padre con gusto y me despido, mientras él suelta un contundente: “cuídate”. Lo hago ahora con mi madre, ella cariñosamente me da un beso y dice adiós. No hay tiempo para demasiadas manifestaciones sentimentales y cruzo la puerta. El equipo de sobrecargos, uniformados impolutamente, nos indica que pasemos al gusano para ir a la puerta 56 y ahí abordar el autobús que por fin nos encaminará al avión. Todos los pasajeros vamos a ritmo acelerado por el gusano que desemboca en unas escaleras que dan a un estacionamiento. Veo una caseta de vigilancia vacía con un foco y monitores blanco y negro. Un hombre joven, de traje, avanza a mi lado y subimos dos pisos dando zancadas; en ese piso, al fondo, se ve el número 56 pegado a una enorme reja cerrada. Dos guardias que están afuera nos gritan que nos alejemos y llega una mujer de seguridad que nos regaña; mientras tanto, siguen llegando más pasajeros al lugar. Desesperados le hacemos saber que nos enviaron aquí y ella de mala gana nos dice que nos va a acompañar hasta la salida del autobús, nos pide que regresemos por donde veníamos. Dimos media vuelta y otra vez a correr, ella, a pesar de llevar tacones, baja las escaleras ágil y velozmente. Siento frustración y desencanto por creer que ahora sí ya perdí el vuelo… Despierto y ya no puedo regresar al sueño.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Para mí estar en un aeropuerto es como estar en ninguna parte: uno sigue aquí, pero de alguna forma ya está allá. Es una sensación extraña, no es una espera común ni una prisa que se parezca a otras. Aún así, me gustan los aeropuertos y la sensación del despegue, que es también como estar suspendido, en ninguna dimensión, y luego ser arrojado otra vez a las nociones de espacio y tiempo.
En aviones y aeropuertos la vida se suspende, o eso parece.

El Rufián Melancólico dijo...

uy, qué angustiante. Mejor comprar boletos de primera clase para que te den trato VIP. Saludos.