domingo, 27 de septiembre de 2009

domingo, 20 de septiembre de 2009

miércoles, 9 de septiembre de 2009

La generación deshabilitada 2

Me quedó girando en la mente todo lo que acababa de ver y oír; de momento me era difícil entender como una generación con tan diversos componentes vivía la vida y actuaba de una manera tan homogénea.


En una pronta conversación con una amiga que es psicóloga, le expuse como había vivido lo anterior; ella después de escucharme me dijo, lúcida y contundente, que había elementos que sucedían de manera contextual y que funcionaban como marcas sociales y culturales; estos elementos afectaban a todas las generaciones de distinta manera dependiendo de los soportes previamente adquiridos.


En ese momento todo parecía esclarecerse súbitamente. Eché un brinco al pasado, a la primera mitad de los años ochentas, buscando esos momentos que marcaron a mí generación. El primero que llegó fue el terremoto de 1985, esa experiencia nos dejó claro que no existía nada sólido y permanente. No había protección ninguna por parte de la ley y el gobierno, estábamos vulnerables a perecer a causa de la corrupción existente entre: constructoras, gobierno, ingenieros, arquitectos y proveedores de malos materiales.


Estos subyacentes malos manejos emanaron de entre el hormigón hecho polvo y las varillas retorcidas con el movimiento de 8.1 grados en la escala de Richter esa mañana del 19 de septiembre. Las casas, lugares de resguardo, ya no eran capaces de dar esa condición y el Estado, además de corrupto, fue incapaz de responder eficientemente ante tal desgracia. En ese momento quedaba claro que estábamos por nuestra cuenta y la única manera de sobrevivir era funcionando como una sociedad civil organizada, situación a la que el Estado mexicano pudo responder eficientemente al desarticular la solidaridad espontánea entre iguales que instintivamente surgía y por consiguiente abolirla.


Rondando por la misma época, hay otra marca que permeó particularmente el pensamiento de todos aquellos que teníamos entre 6 y 16 años. En las mañanas, antes de ir a la escuela, aparecían en los noticieros los buenos-malos y los malos-malos que poseían armas nucleares. Las potencias hegemónicas de la época (USA vs. URSS) en plena Guerra Fría soltaban bravatas y hacían demostraciones de poder en los medios de comunicación, amenazando la existencia de la humanidad por querer salvaguardarla de las malas influencias Imperialistas o Comunistas; paradojas absurdas e irónicas de las que fuimos testigos en la infancia.


De camino a la escuela, ese mensaje mañanero se convertía en la aterradora sensación de miedo al imaginar que algún gobernante loco, en un arrebato de furia, destruyera toda clase de vida e infraestructura existente. El estómago se terminaba de angustiar al pensar en sobrevivir a las bombas y quedar expuesto al invierno nuclear, viviendo en la devastación total; y ya ni que decir de la Guerra de las Galaxias (SDI Strategic Defense Initiative), la destrucción del cielo y la tierra en simultáneo, ya no queda lugar a donde escapar.


Reforzando esos temas, los anglo-americanos (como acertadamente los llamó Humboldt) nos exponían a una salvaje campaña invasiva de imposición cultural por medio del cine, en la que el discurso preponderante versaba sobre cuestiones apocalípticas.


Un ejemplo evidente es la película Terminator, paradigmática a mi forma de ver. Sarah Connor va a ser madre de John Connor, líder insurgente del futuro que derrotará a los Cyborgs que se apoderaron del planeta después de haber desatado el Holocausto Nuclear en el año de 1997; por ello mandan al presente de 1984 a un hombre -que será el padre de John-, para protegerla y a un Terminator para destruirla. Transcurrida una hora y cuarenta minutos de acción y balazos, al final de la película Sarah aparece embarazada, manejando un Jeep en algún lugar desértico del norte de México y se detiene en una estación a cargar gasolina. Un niño llega con una cámara polaroid y le saca una foto que de inmediato le vende, este observa al horizonte y le dice que se acerca una tormenta. Ella contesta afirmativamente hablando en dos sentidos; la toma final es una panorámica que muestra una carretera como único camino y en sentido a la tormenta.


Este final desolador se suma a nuestro imaginario colectivo con una frase contundente de la secuela de esta película del año 1991, donde Sarah Connor graba con un cuchillo en una mesa de madera “No Fate” No hay destino. Qué en ese contexto tiene un único significado y es de fatalidad.


Fin de la segunda parte

sábado, 5 de septiembre de 2009

La generación deshabilitada

La conciencia llega en los momentos y lugares menos esperados. El reencuentro con amigos y compañeros de secundaria para festejar el cumpleaños número 33 de uno de ellos, fue la ocasión. Del inicial gusto visceral que tuve por conocer que había sido de su vida, lo fui transformando, al transcurrir de la noche, en una acuciosa observación de quienes somos ahora todos nosotros.

La reflexión como un trabajo que he practicado constantemente, posibilitó el darme cuenta de una serie de condiciones –y condicionantes- que estamos viviendo los que nos encontramos circunscritos en la generación de los nacidos entre 1971 a 1981, mejor conocida como la Generación X.


Después de entrar a la fiesta, encontrarme con los viejos amigos y abrazarnos, iniciamos una charla que tenía un sabor agridulce por recurrir a la memoria nostálgica, por buscarnos de nuevo en el “Paraíso Perdido” y caer en el cliché de ancianos -que para nosotros es una realidad-: “ese tiempo pasado fue mejor”.


Avanzó la plática y con ella los años; fuimos ¿creciendo? en el tiempo de las palabras (y creo que nada más ahí). Nos estacionamos en este presente que sacó a flote la corrupción de nuestros cuerpos por las enfermedades de moda: el estrés y la depresión en sus distintas modalidades.


En el aire existía una violencia implícita, sutil, sin ninguna dirección en específico. La sensación de una extraña paranoia por persecución (de sí mismos) hacía que el contacto con los amigos fuera disperso; en algunas ocasiones cuando ya empezábamos a profundizar en algo o por fin se asentaban, de inmediato un mecanismo de alarma se detonaba y ellos encontraban la manera de romper eso que les empezaba a ser incomodo buscando de inmediato moverse de ahí; claro síntoma de una inevitable evasión (también de sí mismos).


El terrible alarido del diálogo interno de los convidados era el mayor ruido en la fiesta. El reclamo y el juicio hacia lo inconcluso, lo no logrado, los sueños truncos e imposibilitados, no podían ser adormecidos por el alcohol o la mariguana. Se tenía que cambiar de sitio y de personas para marear al subconsciente y reencaminarlo. En la conversación se buscaban decir cosas que lo pusieran fuera de foco y entretenerlo con ese juguete nuevo que no le duraría mucho tiempo, ya que una vez concluido el juego, se tendría que repetir la operación anterior el número de veces necesarias, hasta que el único recurso que pudiera acallarlo sólo se podría encontrar al huir de la reunión para no sentirse expuestos en frustraciones y así evitar ver, escuchar o decir algo, que ya para ese momento de la noche fuera, insoportable.


La gente se empezó a ir temprano de la fiesta. Cada vez quedábamos menos y el tema en boca siempre tenía como elemento principal una imposibilidad abrumadora casi infranqueable o un estado de insatisfacción a pesar de estar haciendo cosas que habían sido elegidas de manera consciente y que supondrían como consecuencia: felicidad.


Éramos pocos y todos muy solos, sin el carácter de individuos. Ínsulas que sólo podían observarse el ombligo y no por una cuestión egoísta o de interiorización. Simplemente porque era el lugar más cercano que el campo visual encontraba menos doloroso. Todo el demás entorno era sumamente inhóspito y se sabía de las cosas que existían allí y que preferían no encontrarse.


Es intrigante como hace dos mil años se podía llegar a culminar grandiosamente una vida a los 33 años y ahora, seguimos a la espera de que abran la posibilidad de iniciar una vida real. Me despedí de los pocos que aún quedaban y me fui de la fiesta más sobrio de lo que llegué…


Fin de la primera parte